Cómo la industria de alimentos ultraprocesados utiliza la investigación científica para menoscabar las políticas públicas, desviar el foco y promover hábitos de consumo
“Estábamos ilusionados de que se podía llegar a una buena solución”, dice Simón Barquera. Algunas semanas antes, vimos su nombre asociado al Comité Científico Latinoamericano de Choices International Foundation, una organización creada por la industria alimentaria para evitar la adopción de un etiquetado con advertencias acerca de las (altas) proporciones de sal, grasa y azúcar.
Y nos sorprendió: Simón, director del Instituto Nacional de Salud Pública de México, es uno de los grandes nombres latinoamericanos en el ámbito de la obesidad y las enfermedades crónicas y editor asociado de Public Health Nutrition. Además, ejerce de portavoz de quienes defienden medidas contundentes para frenar los efectos de las grandes empresas en nuestras vidas.
“Como uno puede imaginarse, no hubo ningún acuerdo. La industria no apoyó ni nuestras propuestas de etiquetado, ni las relativas a la publicidad, ni la propuesta de retirar la comida basura de los colegios”, nos cuenta.
En el cambio de década, México estaba preparando un sólido programa para regular el sector de la alimentación como respuesta a haber entrado en el grupo de países con mayores índices de obesidad. Los esfuerzos de la industria para evitar el avance de estas propuestas sacan de dudas a Simón: no es posible sentarse a la mesa cuando hay intereses tan opuestos.
En Brasil, la luz ámbar se encendió con el cambio de siglo, cuando el principal instituto de investigación denunció un índice del 40,6% de sobrepeso, un 11,1% del cual correspondía a personas obesas, casi tres veces más que el número de personas con falta de peso. Sin embargo, la mayor parte de las políticas públicas seguían orientadas a combatir la miseria.
Siete años más tarde salió la noticia de que el 34,8% de los niños de entre 5 y 9 años padecían sobrepeso y el 16,6% obesidad, cuatro veces más que el porcentaje que presentaba un peso insuficiente. Entre los adultos, el sobrepeso ya alcanzaba el 49%, un porcentaje superior en más de ocho puntos.
“Antiguamente, la gente veía el sistema alimentario muy influenciada por el diálogo con la industria”, dice Patricia Jaime, profesora de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de São Paulo (USP). Cuando llegó al Ministerio de Salud como coordinadora general de Alimentación y Nutrición, en 2011, el debate ya había cambiado de rumbo. “Los determinantes sociales que solíamos usar ya no servían para explicar buena parte del problema”.
La epidemia mundial de obesidad puso de relieve las contradicciones entre la financiación privada de la ciencia y el ejercicio científico de la duda, la crítica y la reflexión. Hasta hace poco tiempo la industria alimentaria era vista como la responsable de acabar con el hambre. Por eso, tenía todo el derecho de sentarse a la mesa. Sin embargo, en las últimas décadas, viene resultando cada vez más difícil ignorar la incidencia de sus productos en el sobrepeso. Es aquí donde la ciencia entra en juego: está muy claro que se han manipulado estudios para ocultar pruebas o desviar el foco de atención.
Este es un debate reciente en todo el mundo. Hoy Simón Barquera tiene una posición clara; hace siete u ocho años veía la cuestión de otra forma. “En México, la industria está involucrada en todas las tomas de decisiones sobre la prevención de la obesidad, así que es difícil aprobar algo. Tienen voz y voto.”
Los motivos por los que una empresa patrocina una investigación o un evento en el ámbito de la salud se concentran en cuatro aspectos: influir en las políticas públicas, los profesionales de la salud, los hábitos de consumo y la imagen pública.
Cambiar por dentro
En diciembre de 2015, la Asociación Brasileña de las Industrias de la Alimentación (ABIA) llevó una presentación de la fundación Choices a la agencia reguladora encargada de debatir modificaciones en el etiquetado.
Resulta fácil entender que la fundación, creada por Unilever, intenta evitar una regulación al conceder un sello positivo a los productos reformulados para reducir los niveles de calorías, azúcar, sal y grasa; no importa si son un aperitivo salado, un refresco o una galleta.
Siguiendo el ejemplo del comité latinoamericano, el comité científico brasileño contaba con nombres conocidos en el sector: profesores de la USP, en general, la universidad con mejor reputación del país.
Fueron fundadores como miembros actuales de la Sociedad Brasileña de Alimentación y Nutrición (SBAN), que se ha visto envuelta en polémicas por haber defendido determinados productos. El profesor Franco Lajolo también preside el Comité Científico del International Life Sciences Institute (ILSI), una organización creada por Coca-Cola en la que hoy participan decenas de corporaciones dedicadas a la “generación de conocimiento” que se utiliza para debatir sobre políticas públicas.
La profesora Silvia Cozzolino es la presidenta del Consejo Regional de Nutricionistas de São Paulo, que se ha opuesto a las medidas del consejo federal del sector favorables a mantener una mayor distancia con el sector privado. Ella también se opone a la regulación. “Todas las empresas con las que tengo contacto y con las que de una forma u otra he hablado sobre la cuestión están preocupadas por el aumento de la obesidad y en cierto modo buscan alternativas para reducir el azúcar y la cantidad de sal y de grasa de los productos.”
Trincheras
Susan Prescott, profesora de pediatría en la Facultad de Medicina de la Universidad de Australia Occidental, formó parte durante diez años del Consejo Consultivo del Instituto de Nutrición de Nestlé en Oceanía. Dice que siempre cuestionó los conflictos creados por esa relación porque, como pediatra, iba viendo los problemas que cada vez con mayor frecuencia causaban ciertos productos. “Investigadores que se mantenían atrincherados en la defensa de los alimentos ultraprocesados ahora descubren que se hallan en el lado equivocado de la historia. Incluso por asociación, de facto estaba prestando mi nombre a algo que considero un sistema no saludable.”
Para Prescott, la gota que colmó el vaso fue el artículo que encabezaba Michael Gibney, profesor de la Universidad de Dublín (Irlanda). Gibney, también miembro del Consejo de Nutrición de Nestlé, atacó la clasificación NOVA que el investigador brasileño Carlos Monteiro propuso en 2009.
La propuesta consiste en clasificar los alimentos según el grado de procesado: alimentos sin procesar o mínimamente procesados, procesados y ultraprocesados. Fue un cambio de perspectiva importante que sirvió para orientar las investigaciones científicas que han puesto de relieve el papel de los alimentos ultraprocesados en la epidemia de la obesidad.
Para Susan Prescott, los ataques a Carlos Monteiro fueron un caso de mala fe. “La crítica equilibrada es un factor importante para el progreso científico. Sin embargo, cuando veo intentos de desacreditar el sistema NOVA por parte de personas financiadas por la industria, solo puedo llegar a la conclusión de que estos esfuerzos son característicos del escapismo intelectual”, dice Susan.
Génesis
No toda la ciencia producida con recursos privados es necesariamente mala o se debe desacreditar. Recordemos que nada en la vida es neutro. Así pues, hay científicos cuya visión ideológica favorece el que se llegue a una u otra conclusión. Forma parte del juego. Lo que no forma parte del juego científico es no tener en cuenta elementos relevantes simplemente porque no se corresponden con sus premisas o las premisas de sus patrocinadores.
“El estudio no está influenciado por la industria. Tampoco influye al escribir el artículo a publicar”, dice Felix Reyes, profesor de la Facultad de Ingeniería Alimentaria de la Universidad de Campinas, en São Paulo, y fundador del ILSI. “Independientemente de si el resultado interesa o no a la empresa, es un resultado científico. Los datos científicos se deben publicar. Nuestra función no es proteger a una empresa o no. La ayudamos. Si el resultado es negativo para la empresa, buscaremos una forma de evitar ese efecto negativo.”
En 2007, un grupo de investigadores de los Estados Unidos analizó 222 artículos publicados entre 1999 y 2003; el 22% de ellos había sido financiado exclusivamente por capital de empresas alimentarias. Las conclusiones de cada investigación las evaluaron personas que desconocían el origen de la financiación. La proporción de conclusiones desfavorables a la industria en los artículos que habían recibido dinero suyo fue del 0%. En cuanto a la proporción de resultados favorables, fue casi ocho veces mayor en esos trabajos que en los financiados con recursos públicos.
En 2013, un grupo de científicos españoles analizó 18 artículos de revisión sobre bebidas azucaradas. De los seis trabajos financiados por la industria, cinco no vinculaban la obesidad con el consumo de este tipo de bebidas o adoptaban una postura no concluyente. Sus autores habían ignorado trabajos de relevancia probada. “Los intereses de la industria alimentaria (que quiere aumentar sus ventas) son muy diferentes de los intereses de la mayoría de investigadores (que busca honestamente el conocimiento)”, señala la conclusión.
Recientemente, un grupo de investigadores de la Universidad de California sacó a la luz cómo la industria azucarera durante décadas señaló a las grasas. Lo que se ha demostrado es que ya en la década de los cincuenta había pruebas de la relación entre el azúcar y las enfermedades cardíacas. Se creó una fundación para echar todas las culpas a las grasas, lo que llevó a que las recomendaciones oficiales sobre salud defendieran dietas bajas en grasa, cosa puede haber provocado muchas muertes (jamás sabremos cuántas).
Desviación del foco
En un evento reciente en São Paulo, el médico Mário Cícero Falcão, del Instituto del Niño del Hospital das Clínicas de la USP, con trabajos patrocinados por Johnson y Aché, presentó una diapositiva del año 2000 en la que vinculaba las fórmulas infantiles a una flora intestinal más rica que la de los bebés alimentados con leche materna. Admitió que hoy se sabe que esto no es cierto.
Los errores se producen. Los hallazgos científicos hacen que los consensos estén en constante transformación. Pero no estamos hablando de esto: hablamos de cómo se ha utilizado la ciencia para inducir a generaciones de madres a pensar erróneamente que la leche materna es pobre, escasa e incompleta. Una idea aún extendida.
La fe mueve montañas de dinero
Las tecnologías de secuenciación genética han avanzado de tal forma que se ha promovido un mapeo inédito de nuestro microbioma intestinal, el conjunto de microorganismos que viven en el tracto digestivo. Uno de los grandes hallazgos es que la composición digestiva de las personas obesas es diferente a la de las delgadas.
Deberíamos llegar a una conclusión obvia: basta con modificar la alimentación para que el microbioma se regenere. Pero, entonces, todo un evento del sector de la nutrición podría resumirse en una sola frase: “Coman alimentos de verdad”. Es decir, dejaría de ser necesario, y se vendría abajo el patrocinio de esos pomposos encuentros por parte de la industria alimentaria como también la necesidad de financiar determinadas investigaciones. Y la capacidad de provocar una enorme confusión en la cabeza de las personas sobre qué comer y qué no. Miles de millones en publicidad. La fabricación de suplementos, alimentos enriquecidos, funcionales, probióticos, prebióticos y simbióticos. Miles de millones en “soluciones” para la obesidad.
PubMed, una de las principales bases de datos de trabajos científicos, ha registrado este año casi cinco mil artículos sobre el tema, sumados a los 6.000 de 2016 y a los 5.350 de 2015. Hace una década, eran menos de quinientos al año y, retrocediendo un poco más en el tiempo, en el cambio de siglo, no llegaban al centenar.
“Lo que me preocupa es que esta agenda ha venido muy desde la industria, que promueve una serie de productos, sobre todo lácteos, con efectos para la microbiota. Y quieren promover este vínculo con la obesidad. Me preocupa porque la atención sobre cosas básicas, como el consumo de azúcar, no cuenta con el mismo apoyo”, lamenta el mexicano Simón Barquera.
El año pasado hubo menos de mil artículos relativos a la correlación entre azúcar y obesidad; hubo 2.000 el 2016 y 2.500 en 2015. ¿Qué es más fácil de imaginar: que mil millones de personas de todo el mundo adelgacen a base de probióticos o porque conocen la influencia del azúcar en la dieta?
Los motivos
Algunos de estos investigadores han sido seleccionados porque tienen una gran capacidad técnica. Pero tenemos derecho a saber que tal persona, que ocupa ese cargo, está en calidad de consultor de una empresa y no de profesor de una facultad. No obstante, el elemento central de la historia es el hecho de utilizar la credibilidad de la institución.
“Muchas veces lo que la industria alimentaria quiere no es cooptarlo en el sentido de que hable bien de la industria y de sus productos, solo que no la critique”, dice Carlos Monteiro, profesor de la Facultad de Salud Pública de la USP. Él es uno de los nombres más críticos con la relación entre la industria y la ciencia, y también uno de los más criticados por parte de las grandes empresas.
Pese a haber participado en la fundación de la SBAN, decidió alejarse de ella. “Para la industria resulta muy ‘productivo’ invertir en profesores de universidad. El profesor está en contacto con centenares de jóvenes, puede llegar a mucha gente. Eso forma parte de la estrategia de la cooptación. La solución es tener un código ético, de conflictos de intereses. Es importante que se explicite.”
Durante un evento en São Paulo, el presidente de Cargill dijo contar con 500 doctorados solo en el ámbito de la nutrición animal. Si dispone de tanta gente capacitada para investigar a tiempo completo, ¿por qué captar profesores de las principales universidades del país? Porque tendemos a creer en el profesor y a desconfiar del representante de una empresa. El primero comparte saber. Es noble. El segundo hace publicidad. Es mundano.